viernes, 25 de septiembre de 2015

De instinto canibal

Era el sexto velorio al que asistía en menos de un mes, pero él ya estaba acostumbrado al triste ritual fúnebre: el llanto inevitable, las preguntas sin respuestas y los abrazos largos. Vestía adecuadamente para la ocasión, siempre de negro para despistar a la muerte y acudía a cada reunión puntualmente. Siendo uno de los primeros en llegar; saludaba de manera cordial y ofrecía con esmerada aflicción, el pésame a las deudos.  

Luego se retiraba en silencio a un rincón y desde ahí apreciaba cada detalle y movimiento de los asistentes. Con sólo observarlos podía determinar si era un familiar muy afectado o un amigo querido. Un pariente buscando migajas de herencia o un enemigo complacido. Hasta podía diferenciar el dolor de una viuda herida o el de una amante abandonada. El de un esposo aliviado o el de una aventura pasajera. 

Era muy cauto y respetuoso al recibir el café y las galletas que por lo general no probaba. Tampoco apetecía las grandes comidas que ofrecían en los velorios ocurrentes y joviales en los que además, tocaban orquestas y hacían bailar al difunto dentro de la urna. Aquello le parecía tan trillado como espantoso. Una falta de respeto, 

Su mayor pasatiempo, en este tipo de veladas, consistía en imaginar la forma de morir del occiso. Le agradaba pensar en la manera más cruel y despiadada en que se podía perder la vida. Aunque no podía evitar reconocer que de cierto modo, prefería que el muerto haya partido de un modo natural y sin tanto sufrimiento.

Pero sin lugar a dudas, su parte favorita era el cortejo fúnebre. Por lo general, siempre se ubicaba en la parte delantera del último recorrido. Algunas veces, hasta llevaba algún arreglo floral. Incluso, en una ocasión, tuvo suerte de cargar el cajón en un pequeño tramo. Fue muy feliz ese día. Una experiencia que espera repetir pronto. 

Finalmente, cuando el féretro llega al campo santo se angustia un poco. Las lágrimas desgarradoras del adiós para siempre lo desconciertan. Las falsas promesas eternas lo alteran. Le asalta una mezcla de sentimientos encontrados. Porque por un lado, le es complicado entender que uno de sus mejores momentos de su vida está por terminar cuando todos se van. Y por otro, sabe que ahora debe recuperar la compostura y dar inicio a su verdadero instinto una vez más: Desenterrar el ataúd, sacar el cuerpo y empezar a devorarlo. 

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