Bajo
un cielo sin luna ni estrellas, aceleró el paso para dirigirse a casa deprisa.
Al llegar, subió las escaleras velozmente. Sacó la llave del departamento y como
todas las noches, ya sabía qué hacer. Abrazó a su amada que, inmóvil y tendida
sobre la cama, recibía el más puro amor. Se mezcló entre sus rancios olores y besó
muchas veces ese cuerpo que siempre deseó, nunca fue suyo, pero que en un nuevo
estado, ahora le pertenecía eternamente.
Cuando terminó, fue el hombre más
feliz del mundo. Y entonces pensó que el romance perpetuo si era posible. Por encima, incluso, de distintas opiniones y reglas impuestas por la sociedad. Con la pasión que sentía podía derrumbar todo prejuicio y amar con plena libertad. Suspiró y se acostó al lado de ella, mirando cada detalle de su rostro inerte
y velando por sus sueños hasta el amanecer.
Al
despertar, se vistió rápidamente con su bata blanca. Cambió algunas sábanas, roció
el cadáver con formol y se marchó -como cada mañana- a la morgue a trabajar.
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