La última vez que Rodrigo Quispe Janampa caminó por las
cuadras de la avenida San Pablo, cerca al Mercado Mayorista Nº 1 de La Victoria,
“La Parada”, sus calles lucían con tantas toneladas de basura que era imposible
determinar en qué lugar terminaba el suelo y donde comenzaba el cielo. Hoy, que
vuelve a visitar el mismo lugar, una sonrisa se dibuja en su rostro al
comprobar que, a pesar de todo, es posible apreciar el cielo gris que cubre a
todos los distritos de Lima.
El primer momento que interviene su recuerdo es una pequeña
imagen de él, esquivando la basura como si fueran minas antipersonales, cuando apenas
era un niño que obedecía las ordenes de la gruesa voz emitida por su padre, que
le sugería no alejarse más allá de donde su progenitor pudiera verlo. El padre
de Rodrigo, Saturnino Quispe Guardia era un vendedor mayorista de verduras que
emigró en su adolescencia de su natal Ayacucho con la esperanza de todo
migrante: encontrar un futuro mejor para su familia sin importar que cada
triunfo mínimo signifique un esfuerzo máximo; como mantenerse despierto hasta
tarde para luego levantarse muy temprano. Ahorrar lo suficiente y gastar lo
conveniente, atraer clientes con precios bajos a pesar de la inflación alta y sobretodo,
ayunar en las mañanas y almorzar de pie por las tardes.
El enorme bus que trasladó a su padre desde tan lejos lo
desembarcó tan cerca de la avenida Aviación que la impresión que obtuvo de la
capital fue de desorden y caos total. Su primera fuente de ingresos la generó
gracias al comercio ambulatorio de caramelos que en realidad era una especie de
estudio de mercado para establecer una forma más productiva de ganar dinero. Como
resultado, concluyó que la manera correcta de hacerlo era vendiendo verduras. El
tubérculo elegido fue la papa, por considerarlo de salida más comercial. Primero
de manera informal, hasta que con el paso de los años y el peso del empeño,
pudo conseguir un puesto dentro del mismo Mercado Mayorista.
Una mañana de enero y con el progreso a cuestas, nació
Rodrigo. Su madre, María Janampa Yauri, ya establecida en Lima gracias al
trabajo y al pasaje en ómnibus que pudo comprar su esposo, no soportó más los
nueve meses de embarazo y las consecuencias de trabajar gestando. Felizmente,
fue traslada a tiempo al hospital Obrero, donde alumbró al primer hijo de la
familia Quispe-Janampa. Quien a su vez sería el único, pues debido a una
complicación postnatal la madre de Rodrigo quedó imposibilitada de tener más
hijos y dedicada a mantener en orden el pequeño hogar que pudieron rentar en
las faldas del cerro San Cosme. Lugar catalogado como uno de los lugares más
peligrosos de Lima para los visitantes, más no para los residentes.
Por inducción, Rodrigo sabe que no es bueno quedarse quieto
por mucho tiempo en el mismo sitio si se transita por los alrededores de La
Parada, donde curiosamente todos están en constante movimiento: vendedores
mayoristas que ofertan sus productos a compradores minoristas que deben
perseguir a los estibadores, quienes llevan sobre sus espaldas sacos de
verduras a toda prisa para combatir la competencia y evitar a los ladronzuelos
que esperan el menor descuido para llevarse algo, cualquier cosa. Lo que sea.
Debido a ese valioso conocimiento previo, decide desplazarse con sumo cuidado,
evitando a su vez las enormes carretas de madera empujadas por hombres que
parecen pequeños camiones. Teniendo el mismo cuidado que empleaba de niño al
regresar de la escuela.
Todo padre tiene por principio básico ofrecer a su hijo
todo aquello que él nunca pudo recibir. Cumpliendo la misma norma, Saturnino
Quispe Guardia consideró conveniente que no existía mayor inversión que la
educación de su hijo. Una formación cultural y esencial que él no concluyó pues
apenas pudo estudiar la primaria en una pequeña escuela de Ayacucho. Sin
consultar previamente a su esposa y luego de largas visitas que incluían
también largas colas a centros educativos particulares, decidió matricular a su
retoño en un colegio exclusivo y salesiano. Una escuela muy cerca de La Plaza
Bolognesi, en el que se vio sometido a sortear docenas de obstáculos y realizar
otra cantidad similar de trámites.
Durante los primarios años escolares, Rodrigo resultó ser
un estudiante aplicado. Llegaba a tiempo siempre a clases con la ayuda de unos
viejos buses que lo llevaban por todo 28 de Julio hasta la avenida Brasil. Era
reservado en sus comentarios y siempre dejaba que los demás niños hablarán
sobre los dibujos y series que él no podía ver porque en su televisor con antena
de conejo era complicado captar más de dos o tres señales. Su única preocupación consistía en pasar de
borrador a limpio todas las tareas asignadas por estrictos profesores y
estudiar para los exámenes que solían prolongarse por horas. Sin embargo, en la
secundaria su tranquilidad se vio amenazada por los chicos que se ubicaban en
las últimas carpetas del salón para evitar ser pillados cometiendo sus fechoría
y también, para evitar responder las preguntas más difíciles.
“Cholo” es un adjetivo que califica a personas con ciertos
rasgos indígenas en el país. Y no es ofensivo si es utilizado cariñosamente
pero Rodrigo lo detestaba cuando lo empleaban en él sin ninguna medida de
amistad posible. Es más, con el eco que generaba aquella gran escuela, su sobrenombre
se fue transformando en un acto despectivo que utilizaba la mayoría de
estudiantes. Tuvo que esconder su pasión por Alianza Lima, y la camiseta que
papá le regalo luego de un paseo por Gamarra, debido a que todos los
blanquiñosos del colegio resultan ser hinchas de Universitario, el equipo rival
y no tenían ningún reparo en mostrar sus polos cremas. Pero eso no fue lo peor,
el asunto de descalificarlo se agravó cuando sus compañeros adolescentes
descubrieron su procedencia, en donde vivía, el trabajo de su padre y la
extraña fonética de sus apellidos. Dejo de ser el “Cholo” para ser “La papa” y
la burla de toda la sección “C” de ese claustro que él empezó a considerar
infernal.
Su padre no entendía porque el malestar de su hijo y ese
cambio repentino de actitud. De pronto, Rodrigo hallaba pretextos para no
asistir a las faenas sabatinas del Mercado Mayorista que iniciaba a las cinco
de la mañana y que consistían básicamente en armar cerros de papa y venderlos
todos antes del mediodía. El charibori, que consideraba una delicia devorarlo sobre
la enorme balanza Guersa, dejó de
considerarlo exquisito y cada sabor, de los muchos que mezclaba este curioso
plato Victoriano, lo calificaba de desabrido e indecente. Eludía la obligación
de llevar el almuerzo en portaviandas y ocultar el dinero dentro de las medias.
Ya no encontraba divertido tirarse sobre las montañas de papa amarilla o tomasa
con el fin de causar grandes deslizamientos en el que su padre siempre lo
rescataba para después limpiarlo y subirlo a una carreta para llevar al herido
al centro de salud más cercano a la imaginación. Siempre imitando el sonido de
una ambulancia. Dedicándole el poco tiempo que no tenía. Inventando para su
mayor motivación juegos de corazón.
Ahora que Rodrigo recorre los mismos puestos de La Parada y
encuentra los similares cerros de verduras, hace un gran esfuerzo para contener
las ganas de arrojarse sobre las papas y provocar una avalancha más. También
contiene las ganas de recapitular cada error consecutivo cometido después de
culminar la escuela y que lo alejaron de aquel inmenso mercado y también del
hogar. Pero no puede. Con su buen promedio escolar pudo ser admitido en una prestigiosa
universidad que logró pagar gracias al sudor y desvelo de su padre, quien no
recibía ningún crédito por su noble acción. Incluso, tuvo que multiplicar las
horas de trabajo en el Mercado Mayorista y sacrificar los momentos de sueño en
su pequeña casa del cerro San Cosme en la que Rodrigo dejó de vivir para
mudarse y residir en un domicilio más cercano a su nuevo centro de estudios. Un
enorme campus en el que la mayoría ingresaba en autos y eran unos pocos quienes
lo hacían a pie.
Tan ferviente esfuerzo elevó la posición social de Rodrigo
quien recibió un auto como regalo de graduación el día que concluyó sus
estudios de ingeniero agrónomo. Pero por otro lado, disminuyó el vigor y salud
de su padre a quien unos fuertes dolores en la espalda fueron postrándolo
progresivamente a una cama hasta volver inútil su columna, así como las ganas
de seguir trabajando por su hijo. Aunque este ya lo tuviera todo. O casi todo.
Pues difícilmente uno puede encontrar el camino a la felicidad si no recuerda
que dejó atrás antes Y él dejo mucho, definitivamente, lo más valioso. Abandonó
a su dedicada madre y el respeto por el valor de su padre que lucho tanto desde
abajo para que él disfrutara los resultados de arriba. Renunció a su condición
de hijo inmigrante para ocultarse entre las sombras de una nueva identidad y
omitía decir que vivía en La Victoria para responder en voz baja que vivía por
La Victoria, ese distrito Limeño tan popular y criollo que acogió a su padre
sin importar su origen.
Lamenta el tiempo que no pasó al lado de papá y poder darle
un abrazo extra, escuchar una historia más. Admirar su esfuerzo y brindarle las
gracias. Se aflige reconociendo que su conducta mezquina sólo le permitió tener
un mejor status, pero no una mejor calidad de vida. Por ello camina cabizbajo,
conteniendo algunas lágrimas, sorteando los obstáculos entre los que su padre
se mezclaba en el Mercado Mayorista Nº 1 y donde laboró por tantos años para
que él almuerce tranquilo cada día sobre una mesa. Mientras que su progenitor y
toda la gente que ansiaba progresar soportando tanta miseria, almorzaba parada.
Avanza unos metros más hasta llegar al puesto de su padre,
saluda con cierta resignación a algunos vecinos comerciantes que aún reconoce y
extrae una hoja de papel del bolsillo del pantalón. Inmediatamente después la pega
en la puerta enrollable del establecimiento de Saturnino Quispe Guardia que
luce misteriosamente cerrado al público. Cuando se retira tratando de seguir
sus mismos pasos, todavía alcanza a ver de reojo la pena en los rostros de las
personas que leen sorprendidas las palabras plasmadas en la nota: Cerrado por
duelo.